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En el Corazón de María

Mg. César Palomino Castro (docente)

lunes, 5 de julio de 2010

La situación de los inmigrantes en la capital

¿Quién no ha visto a la famosa Paisana Jacinta en la televisión? Claro que sus contemporáneos, los que tuvimos la oportunidad de lalarear “Me voy para la Lema, voy buscar fortuna…; yo no conozco la capital, ay mamacita me voy marear, aquí los cerros tienen ventanas, aquí en la Lema bailan las aguas…”. Esta pequeña frase muestra parte de la realidad que vive la gente inmigrante, los que llegan a la capital con ilusiones de un nuevo estilo de vida, ya que generalmente el lugar donde nacieron no colma sus expectativas, creen que no van conseguir nada y quieren ser por lo menos “algo”, diferente a lo que fueron sus padres, quieren progresar económicamente…
 
El crecimiento poblacional de Lima se inició en el siglo XIX y no necesariamente por el aumento de la tasa de natalidad, sino por las olas de migrantes que llegaban a la capital, y esto por diferentes causas ya mencionadas. Uno de los principales factores fue la Industrialización que Lima experimentaba, entonces la capital nuevamente se convertía en el centro del poder político y económico, y esta vez con mucha más fuerza. Este es un fenómeno muy común en todas las sociedades, los lugares de origen son paulatinamente abandonados, porque en ellos “no hay posibilidades de mejorar”. El boom de las fábricas en el siglo XX atraía a estos hombres y mujeres, que se convirtieron en mano de obra barata, recibieron un sueldo por su labor y poco a poco escalaban una clase social más establecida (a menos que los explotaran), pues antes eran la clase agrícola, y olvidada.
 
Si recordamos la primera vez que pisamos suelo limeño –nosotros, provincianos-, evocamos a la memoria una experiencia de miedo de perdernos en tan grande ciudad o de que, simplemente, nos roben y nos quedemos en la calle, como quien dice “calatos”. Ahora bien, los que a partir de 1970 llegaron a la capital también han pasado por esta dura experiencia y ellos han tenido que enfrentar a diferentes situaciones para cumplir sus añoradas metas, a veces sacrificándolo todo.
 
Un estudio realizado por Golte y Adams nos muestran las características de los recién llegados: Generalmente, eran jóvenes con menos de quince años y con baja instrucción académica, pues el Analfabetismo es muy considerable en los pueblos fuera de la ciudad (ello provoca una brecha entre dos generaciones); sus padres habían formado su etapa conyugal a temprana edad y muchas veces los padres obreros abandonan sus funciones, dejando en casos extremos a madres solteras.
 
No todos trabajaban en alguna empresa, la mayoría se “cachueleaba” como choferes, comerciantes al por mayor y menor, vendedores ambulantes, etc. Además, tienen que adaptarse al dialecto capitalino, dejando el uso de su lengua materna -el quechua u otra-, y tienen que reorganizar su vida religiosa y comunitaria, porque en la capital ya no hay ferias patronales, costumbres ni tradiciones como las que había en su pueblo.
 
Ahora, los inmigrantes son los recién llegados, a los que se les hace de “cholitos”. Y aunque no son todos, los que se encuentran en la capital los discriminan (a veces, sin pensarlo), miran “por debajo del hombro” a los que tienen una diferente forma de hablar, de vestir, de trabajar, de comportarse en la sociedad, etc. Por ello, los inmigrantes se reunieron en grupos sociales, invadiendo extensas áreas de terreno y creando barrios populares, asentamientos humanos y pueblos jóvenes… los conocidos “conos” que rodean hoy la capital.
 
El problema de los migrantes también aparece en las sagradas escrituras. El pueblo de Israel, durante una época de necesidad, ingresó a una tierra ajena, Egipto (Éx. 1, 1-22). Los israelitas fueron inmigrantes sometidos a una vida de servidumbre con dureza y rigidez; incluso el faraón quería evitar que se multiplicaran. Tenían que adaptarse a un nuevo estilo de vida y le pedían, en silencio, a su Dios que los libere. Y cuando Moisés ve cómo era el trato a sus hermanos, emprende un camino de lucha y se aferra a su Dios, aunque tiene miedo. Pero Dios no se ha olvidado de su pueblo: “Yo los sacaré de la aflicción de Egipto” (Éx. 3, 17).
 
No obstante, el Egipto (lugar de opresión) también es seductor. Muchos provincianos adoptan costumbres que no son inherentes a su personalidad. Poco a poco se van alienando, tal como nos lo expresa Julio Ramón Ribeyro en uno de sus cuentos. Algunos tienen vergüenza de su propia identidad y toman otra que no es la suya, porque piensan que solo así estarán incluidos dentro de la sociedad. Entonces, la liberación no solo debe ser social, sino sobretodo personal.
 
Cuando los israelitas cruzaron el mar Rojo y caminaron por el desierto durante cuarenta años, experimentaron la fe y esperanza en un Dios que les prometió liberación. Sin embargo el camino se les hizo difícil, hubo dudas, otros dioses, y a pesar de eso, la misericordia divina permitió que encontraran una tierra donde vivir libres e independientes. Esta libertad es la restitución de su dignidad como hombres creados a imagen de Dios que, como todos, buscan la felicidad. Pero no una felicidad efímera, sino una felicidad en bien de todos, de su familia, comunitaria, sin exclusión ni marginación, sin ser motivo de burla y humillación, y sin aparentar lo que no son.
 
San Juan Macías, en su biografía , relata que vivió en carne propia la situación de un inmigrante desamparado, cuando llegado a Colombia su patrón decide retirarle su puesto de trabajo. Años más tarde, Fray Martín lo recibe generosamente en el convento de la Recoleta, y será por estas experiencias que una de sus preocupaciones era la de acoger a los inmigrantes y rezar por ellos. Entonces, así como San Juan Macías y Fray Martín, todos debemos preocuparnos por la situación de los recién llegados. A hacerlos sentir como iguales, respetando su cultura, oponiéndonos a la marginación y acogiéndolos como si estuvieran en casa.

El encuentro de dos culturas no debe significar la supremacía de una sobre otra, sino que debe realizarse un encuentro como el de Jesús y la Samaritana. Al principio es difícil: “¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujeres samaritana?” (Jn 4, 9), hay prejuicios, pero Dios rompe esa diferencia de culturas (tradición o regla) e inicia un diálogo fraterno, porque todos somos hermanos. “No importa de que pueblo seas, si tu corazón es como el mío, dame la mano y mi hermano serás…”.
 
De ahora en adelante, cuando nos encontremos con algún inmigrante, imaginemos que es Jesús quien está buscando posada, y aunque no se la podemos dar, podemos acogerlo, orientarlo y aconsejarlo, para que se sienta como en su propia casa. No le cerremos la puerta, él estará a gusto en un humilde establo; no olvidemos de respetar su cultura. Así podemos construir el reino de Dios, libres de discriminación, y más bien, abiertos como la Samaritana que le dio a beber a Jesús.

Chiquinta Vilchez, Joel
Martínez Hernández, Martín
Postigo Alemán, Marco

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